LA HORA

Hoy una noticia me estremeció por completo. Una mujer murió de un paro cardíaco. Cada vez que escucho eso no puedo evitar hacerme la misma pregunta: ¿de qué otra forma puede morir una persona? Ella acudió a un sanatorio para hacerse un estudio endoscópico, algo que se considera como un control rutinario. Los medios donde trabajaba culparon a la anestesia como la posible causante de su muerte. Los especialistas concluirán que la dosificación ha sido demasiado elevada para lo que el organismo podía resistir. Ella murió en el mismo lugar en donde yo estuve hace algún tiempo. Y hasta, tal vez, bajo la praxis del mismo anestesista.

Presioné con temor el botón del primer subsuelo. Una pareja de ancianos presionó el del segundo piso. Intenté adivinar si mi cuerpo iba a quedar ligeramente suspendido en el aire o iba a ser eyectado algunas milésimas de segundos. Si no fuese por la distracción que ocasionó mi pulso acelerado al ingresar al lugar, hubiese sabido con anterioridad, que el elevador iba a descender primero. Me acerqué a la recepción y presenté los exámenes previos al procedimiento. Luego me senté para esperar mi turno. La puerta del ascensor se abrió, y de allí bajaron dos señoras que conversaban. Giré mi cabeza hacia la izquierda para observar a dos médicos vestidos de civil. Paseaban por el extenso pasillo comentando el informe de uno de sus pacientes. Entre los murmullos que resonaban en mi cabeza, una voz llamó mi atención: “Jesús no sufrió la cruz”, le replicó una de las señoras a la otra. La ciencia y la religión se cruzaron en la sala de espera, pensé. La mujer hablaba acerca de la “angustia metafísica”: “Son solo unos pocos quienes cargan con esa roca”. Recordó una anécdota de su difunto esposo, de quien mencionó que era filosofo. “Él siempre me decía: vos vas a vivir más años que yo”. Llegué a interpretar que la culpa de que su esposo haya muerto primero se debía a esa roca que cargaba él y no ella. Desde la misma esquina donde habían doblado los doctores, ahora apareció mi apellido en la boca de una enfermera. La seguí hasta una habitación. Me solicitó de forma poco cortés que me desvistiera y me colocara una bata celeste que había dejado sobre la silla del rincón. Lo último que vi fue el reloj de pared del quirófano; no así, la posición de las agujas.

La anestesia es extremadamente peligrosa; lo digo por experiencia. He vivido en carne propia lo que sucede en el momento en que el veneno embriaga al cuerpo. Es un estado que puede confundirse con un sueño profundo. Todo se percibe de modo distinto. Allí convergen imágenes y sonidos. “Palabras”, para ser más específico. “Sí” y “No”, para serlo aún más. 

La ausencia de dolor es tentadora. En mi mano derecha se ve la pequeña picadura de la vía. Un líquido frío corrió por las venas de mí antebrazo. Luego una sensación tibia, en degradé, se ramificó por todas partes. 

Intenté adivinar si mi cuerpo iba a quedar ligeramente suspendido en el aire o iba a ser eyectado algunas milésimas de segundos. Sentí mi pulso acelerado. Pensé en la pareja de ancianos, en las señoras, en los médicos, en la enfermera. Una voz resonó en mi cabeza: era mi apellido. Aún continúo aguardando mi turno: ¿cuál será la posición de las agujas?

La suerte siempre ha tenido uno de los oficios más antiguos: la prostitución. 

Así habló Sísifo



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