LA LEY DE LA SELVA
En la rama de un roble yacía el camaleón. Con el
ojo izquierdo miraba el pasado y, con el derecho, el futuro. Tal era su
abstracción que el color de su piel escamosa contrastaba con su entorno.
Se oyó alguna vez que esta especie se encontraba
en peligro de extinción. Algunos primates escépticos lo ponían en tela de
juicio: “El hecho de que nuestros sentidos hayan captado solo a unos pocos no
quiere decir que no se encuentren allí, en cantidad, entremezclados en el
paisaje”. En esta categoría de “solo unos pocos” es en la que se estaba
inscribiendo este camaleón.
Algunos miembros de la especie felina se
preguntaban qué hazaña justificaba el apodo con el que se había bautizado a
estos reptiles. “¿Por qué su nombre se
encuentra entrelazado con el nombre del Rey de la selva? ¿Qué clase de mérito
significante han tenido para recibir ese legado?”. En verdad, si uno se pone a
pensar, en nada se asemeja el histérico rugido del león con el camuflaje
obsesivo del camaleón… ¿O será que tal vez sí?
Las
vibraciones provenientes de una disputa le devolvieron al reptil la
invisibilidad. Un pequeño zorro de pelaje rojizo se desplazaba con extrema
ligereza, cargando con una expresión de arrepentimiento. De su hocico colgaba
una gallina. Ante esta situación, el camaleón se preguntó: ¿fue el zorro quien
prensó con sus dientes a la gallina, o habrá sido la gallina quien dejó caer su
cuello, con cierto goce, entre los dientes de la alimaña? Bastó solo con un
parpadeo del camaleón para transformar al cazador en presa. Un grupo de lobos
de diferentes manadas, que merodeaba allí por causalidad, rodeó al zorro de
pelaje rojizo y lo atacó sin piedad. El zorro, moribundo, suplicaba clemencia a
los lobos:
—¡Piedad!
¡Deteneos!
Los
lobos ensordecidos por el hervor de su rabia continuaron con su acto heroico.
Luego la sed fue saciada. La manada se halló dulcemente embriagada por un
ilusorio néctar que adormece: el licor de la venganza.
El Alfa
le exclamó al agónico zorro:
—¡Vosotros,
criaturas falaces! ¡Os deberíamos de sentenciar a muerte!
Al
unísono se oyó la respiración agitada de la manada.
—¡Os arrepentiréis!
¡Habéis quebrantado lo establecido, seres pecaminosos! Vosotros conocéis muy
bien la Ley. Nuestros corazones puros glorificarán el Verbo y atentarán contra
el incumplimiento de la Palabra.
—¡Qué
paradoja! —pensó el camaleón dando nacimiento a un diálogo interno: “¿A qué
clase de Ley se están refiriendo estos lobos? ¿Acaso existe para ellos otra Ley
que no sea la de la selva? ¿No se dan cuenta de que en el mismo acto en que
intentan hacer cumplir la ley, están atentando contra esta? La serpiente que
mordió su cola ha sabido simbolizar muy bien esta redundancia. Su muerte por
envenenamiento nos ha revelado un aprendizaje. Tal vez yo, desde aquí arriba,
observando, también este de cierta manera atentando contra la ley. Al fin de
cuentas existir es infringir la ley”.
Nuevamente
el color de su escamosa piel llamó la atención. Para ese entonces, los lobos,
el zorro y la gallina habían desaparecido, como si en realidad nunca hubiera
sucedido lo sucedido.
En esta
selva tan particular existe solo una Ley, la Ley de las Leyes: el lenguaje.
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